Primavera, 1959
María tenía apenas
diecisiete años cuando aquel chico llegó con su familia a vivir al barrio, en
la periferia de una gran ciudad. En un barrio nuevo que linda con el campo y
empieza a extenderse avanzando lentamente sus tentáculos de cemento, cualquier
presencia nueva es notada. Esto ya no sucedería años después, cuando las líneas
del metro se añadieran a los autobuses, y durante el día no parasen de entrar y
salir gente por sus bocas, abiertas como las fauces de un animal que bosteza.
María, pues, se fijó en
el muchacho, cuando bajó con su familia del camión en el que habían llevado sus
enseres y sus vidas, como tantos habitantes de un sitio, que se mueven pensando
que en otro lugar les irá mejor.
A finales de 1.959 las
chicas, en el entorno de María eran “señoritas”, aunque vivieran en un barrio
modesto. Ni ella ni sus amigas hubieran soñado entonces dirigirse a un
desconocido, de la edad que fuera. Así que María se limitó a mirarlo desde su
ventana y esperar que él también se fijara en ella algún día, pues era un chico
atractivo.
Cuando, más adelante,
el hermano de la muchacha hizo amistad con el nuevo vecino y éste comenzó a
aparecer por su casa, María estaba ya irremisiblemente enamorada de él, incluso
antes de haber cambiado una sola palabra entre los dos.
El primer amor se
nutre, principalmente de miradas, de sueños, de fantasía; eso no impide la
profundidad de sentimientos, que hacen sufrir intensamente si el amor primero
no llega a buen puerto, y se recuerda toda la vida.
María tuvo la suerte, o
así lo creyó, de que el muchacho se fijara en ella, y al abrigo de la amistad
con su hermano y de la buena vecindad de los padres de ambos, pudieron trabar
un tímido principio de relación: salían a pasear los tres y al poco, el hermano
de la joven pretextaba un quehacer y les dejaba solos, hasta que se hizo una
costumbre que los mayores no veían con malos ojos.
Así, María y su
enamorado hablaban y se conocían; el chico tenía mucha labia y ella estaba tan
embobada con él, que no apreció las primeras señales del hastío del chico que
tenía una personalidad alegre y frívola, incapaz de perseverar en cualquier
cosa que empezase, fuera un estudio, un trabajo o una relación. María le amaba
tanto que pasó por alto, en su inexperiencia, esos pequeños avisos; y aunque su
hermano le advirtió un día con pena de que el chico se estaba viendo también
con una muchacha del centro de la ciudad, allí donde la vida transcurre más
deprisa y la inocencia se pierde antes, ella no quiso creerlo.
Hasta que “su chico”
desapareció un día de la casa de sus padres, y fue la propia madre del muchacho
que vino una tarde a contarle a María que su hijo se había casado con la otra,
que estaba embarazada.
María fue incapaz de
responder una sola palabra; durante meses se negó a salir de su habitación. Y
todas las tardes antes de que sus padres la enviaran a reponerse al pueblo de
los abuelos, se sentaba en su ventana y miraba, descorriendo apenas las
cortinas, esperando que todo hubiera sido un mal sueño, y que él con su mirada
y su sonrisa volviera a esta calle que se había quedado vacía, y le hiciera una
seña, pidiéndole salir a pasear, para volver a decirle al oído palabras de
amor.
Verano, 1.968
Inés tenía veinticinco
años, vivía con su madre, trabajaba en una tienda de regalos por las tardes y
en sus ratos libres tocaba la guitarra y limpiaba la casa.
Como era una buena
guitarrista, a su madre le vinieron algunas vecinas a pedir si Inés les
enseñaría a sus hijos, y si era así, les comprarían el instrumento de segunda
mano, seguramente.
Inés al principio se
resistió un poco, sólo tenía las mañanas semi-libres y quería disponer de
ellas; pero al poco, consideró la propuesta y aceptó como alumnos a tres
adolescentes: Antoine, que venía de Francia, María Ángeles y Francisco,
madrileños como ella.
Les empezó a enseñar,
primero a familiarizarse con el instrumento, a afinarlo, a seguir las cuerdas
y, en fin, a echar los callos de guitarrista en los dedos.
Las clases eran los
sábados por la mañana, cuando la casa estaba tranquila, pues la madre de Inés
era peluquera y esos días no volvía antes de las dos.
Inés tenía una vecina
que llevaba poco tiempo en el barrio y sólo la conocía de la tienda de
alimentación, la única que había en aquel tiempo allí.
Un día, mientras
esperaban que las despacharan, la otra chica se presentó:
-
Hola, me llamo Ana, soy de Andalucía,
tengo treinta años y trabajo en una emisora de radio. He oído decir que das
clases de guitarra. Yo tengo una, pero no sé tocarla y me gustaría aprender,
¿me enseñas?
Inés asintió y le dijo
el precio, que era bastante simbólico: cuatro clases al mes, 100 pesetas.
Y Ana se agregó y se
aplicó tanto que pasó a los otros alumnos. A veces, cuando los chicos se iban,
terminada la hora, Ana pedía a Inés si podía estar un cuarto de hora más para
repasar una escala o unos acordes. Más adelante, como ella también trabajaba
por la tarde propuso a la joven profesora si le daría una clase extra a la
semana, intensiva, a ella sola.
Era una buena alumna,
pagaba sin que Inés tuviera que recordárselo, era simpática y gran amiga, así
que Inés no se negó.
Por la mañana Inés
tenía la casa para ella sola, y el miércoles comenzó a ser un día especial para
las dos; apenas llegaba Ana, las guitarras hablaban, pues ellas sólo lo hacían
para una pregunta o una indicación. Meses después, ya eran íntimas amigas, e
Inés notaba que un afecto especial crecía entre ellas.
Mirando a su amiga,
Inés percibía un sentimiento, mezcla de alegría y desasosiego, como un misterio
que estuviera a punto de revelarse, y a veces, a solas, pensaba en ello y tenía
miedo; apenas sabía de relaciones, pues hasta la fecha sólo había salido con un
par de chicos y ninguno de esos “noviazgos” había durado mucho.
Ahora notaba que su
corazón entraba en aguas profundas y desconocidas, en algo que podría superarla
y tambalear su vida; pero ya no podía hacer nada.
Ana se fue unos días a
ver a sus padres y, al volver, llamó a casa de Inés. Venía sin la guitarra y
traía un paquetito en la mano; las dos amigas se abrazaron cariñosamente.
-
Te he traído algo especial y deseo que
lo conserves siempre. He señalado un poema.
Al abrirlo Inés,
apareció un librito: “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”.
Señalado el primer poema: “Cuerpo de mujer” (Cuerpo de mujer, blancas colinas,
muslos blancos,… y el párrafo final: Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu
gracia // Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso // Oscuros cauces
donde la sed eterna sigue // y la fatiga sigue y el dolor infinito.”
Inés miró a su amiga
Ana, con un destello de comprensión y temor. Ana le devolvió la mirada con un
amor inmenso. La tomo de la mano.
-
No tengas miedo.
Y, acercándose la una a
la otra, cerraron los ojos a la vez.
Para contemplar con la
mirada del corazón ese firmamento que se les revelaba cuajado de estrellas.
Otoño, 1.988
Mariana había cumplido
ya cuarenta y seis años y tenía a sus espaldas un matrimonio rutinario y
aburrido, del cual no salía porque no hubiera sabido cómo.
Pasaba sus días entre
lecturas, visitas, conferencias… en fin, cualquier cosa que pudiera darle una
pequeña motivación para vivir, para no seguir considerando la vida un peso sin
remedio. No había tenido hijos, por tanto esperaba cumplir los pequeños sueños
que había alimentado desde su adolescencia y que ella pensaba que la vida le
debía.
A veces, cuando pensaba
en su marido, sentía que no tenía nada que reprocharle, como no fuera su vida
de común aburrimiento, sin pensar que esto podría ser debido también a la
incapacidad de ella para aceptarlo como era. Pero más fácil que este examen de
conciencia, era huir de sí misma y tacharlo a él de rutinario e insensible.
Como en realidad no
tenían grandes problemas, iba dejando pasar los años y, lectora independiente
que era, realizaba un par de visitas semanales a la biblioteca pública para
llevarse aquellos libros que, siendo de calidad, tenían también su fondo de
folletín: “Madame Bovary”, “Ana Karenina”, “Jane Eyre”…
Cada vez que iba a la
biblioteca la atendía una empleada muy agradable; pero en una ocasión estaba en
su puesto un caballero, y a su pregunta la informó de que la empleada se había
roto una pierna y el la sustituiría unos días, aunque su puesto estaba en la
oficina de dentro.
Era un hombre con muy
buena planta y una gran amabilidad, y solía comentar los libros que sacaba en
préstamo Mariana; a veces, le recomendaba alguno que, invariablemente, era del
gusto de ella.
Cuando volvió la
empleada a su puesto, Mariana sintió como si la hubieran estafado. Pero cual no
fue su sorpresa cuando, al acercarse al mostrador para retirar su libros, vio
que el caballero se acercaba también: echó una ojeada a lo que ella se llevaba,
asintió sonriente dando su aprobación y, dirigiéndose a la empleada le dijo:
“Lucy, voy a tomarme un café y enseguida vuelvo”; y acomodó su paso al de
Mariana que ya salía. Al traspasar la puerta la mantuvo abierta para que pasara
ella, y luego le dijo: “¿Le apetece un café o un té?”.
Este fue el principio
de muchos, y de muchas pequeñas charlas a media voz. Ella solía ir los lunes y
los jueves a la biblioteca; tomó nota de la hora: las seis de la tarde. Y desde
ese primer día, aunque el saliera por otra puerta, ya sabían que se
encontrarían, y tendrían media hora de charla.
Mariana, que hacía
mucho tiempo se sentía vieja y sin ganas de nada, empezó a arreglarse otra vez
para salir, poco a poco, para no despertar las sospechas de su esposo.
A ella no le extrañaba
su ilusión: la que la conmovía era la de aquel caballero educado, atractivo y,
a todas luces, más joven que ella.
Él le confesó un día
que su charla era interesante; ella le miró sonriendo, sin decir nada.
Ella esperaba… ¿qué
esperaba? Una señal de que su amistad cambiaría. Y así fue, pero no como
Mariana creía.
Una tarde, el tomó su
mano, se la besó y la miró con intensidad.
-
Querida amiga, tenemos que despedirnos.
Me han propuesto un traslado al norte de la Península, de donde es mi mujer, y
no he tenido forma de rechazarlo. Esté usted segura de que la echaré de menos.
Mariana no podía creer
lo que oía. ¡Ella había visto amor en sus ojos, no una vez, sino muchas!
Y ella también lo
sentía en su corazón, sabía que él lo había advertido y había respondido con
una mirada cálida, con un toque de manos íntimo…
-
Yo le recordaré siempre cuando vaya a la
biblioteca – dijo ella, conteniéndose.
Y ese día llegó de
noche a su casa, porque necesitó toda la tarde para llorar su pena sin
testigos.
Invierno, 2.011
Lo vio una mañana de
sol, mientras paseaba por la playa de Las Canteras, en Las Palmas de Gran
Canaria: un hombre mayor pero de buena facha, con ropa informal y un gorro de
pescador, incluso con un par de anzuelos clavados en él, preparaba una caja de
pinturas, de las que se abren en un pequeño caballete; había elegido un
rinconcito discreto por la parte de La Puntilla y se sentó en una sillita
plegable disponiéndose a pintar la parte de playa que contenía el Auditorio y,
a lo lejos, la montaña de Guía-Gáldar, y en días muy claros asomaba incluso el
Teide.
Carmen tenía 68 años y
muy pocas ocasiones de disfrutar y relajarse. Su esposo, de casi ochenta,
llevaba enfermo en cama más de tres años hecho un semi-vegetal. Una serie de
infartos cerebrales que le fueron dando antes de que se recuperase del todo del
anterior habían terminado por centrar su vida en una habitación del piso bajo,
con cama articulada, butaca especial, silla de ruedas y un olor a hospital en
toda la casa que parecía ya pegado a las paredes y a los muebles.
La familia estaba
acomodada y podían permitirse enfermeras a turnos, pues Carmen ya no tenía
muchas fuerzas.
Los hijos se turnaban
también para visitarles por las tardes, y ellos fueron los que insistieron en
que su madre tomara el sol por las mañanas y paseara por la avenida de la
playa.
De manera que Carmen
estuvo un rato observando al pintor que sería poco más joven que su marido, y
cuando él se detuvo y la miró, ella enhebró una disculpa y se dispuso a
marcharse.
-
No me molesta, señora. – dijo él
sonriendo; y ella volvió a acercarse y se sentó en un banco cercano.
Lo estuvo observando en
silencio y sentía que se relajaba y, mirando los colores, recordó que en su
juventud ella había pintado: cuadritos sencillos que regalaba a sus familiares
y amigos; y asimismo, guardaba unos poemitas (versitos, decía ella) y, aunque
no los juzgaba nada especial, era feliz con estas pequeñas aficiones.
Ahora, mirando el
nacimiento de esta obrita alegre y sugestiva, se dio cuenta de que llevaba
mucho rato sonriendo.
Al cabo de casi dos
horas, el hombre paró y empezó a limpiar sus pínceles y a recoger, y ella se
levantó.
-
Vengo siempre aquí por las mañanas, si
nada lo impide. Y dentro de unos días inauguraré una pequeña exposición, donde
estaré por las tardes. Tenga, por si quiere asistir. Durará un mes. – y le dio
una tarjeta.
Carmen se despidió y se
encaminó a su casa. Y el resto del día se le hizo más ligero.
Carmen fue muchas
mañanas a verlo pintar, siempre con la curiosidad de ver qué pedazo de playa
plasmaría. Pero el hombre, que dijo llamarse Pedro, cada día llevaba consigo,
en su mente, un paisaje que no tenía nada que ver con lo que se veía; era como
si estuviera sacando de su memoria viejos paisajes, viejos recuerdos;
desenterrando su pasado, pensó Carmen al ver estampas antiguas salir de sus
pinceles.
-
Estoy pintando mi infancia.- dijo él
como si adivinara sus pensamientos.
Cuando llegó el día de
la inauguración, Carmen no se atrevió a ir; y cuando él, a la mañana siguiente
le hizo notar que la echó de menos, el corazón de la mujer se conmovió; hacía
mucho tiempo que nadie le decía que deseaba su compañía.
-
Estar tarde iré.- le dijo a su amigo.
Y efectivamente,
aquella tarde, con su tarjeta dentro del bolso, se encaminó a la exposición,
que se celebraba en una sala del barrio de Guanarteme.
Y lo que vio la dejó
maravillada: paisajes de todas las islas, de muchos pueblos y ciudades de la
península, de Portugal, de París, de India, de África. Cada uno detallaba en un
rótulo el lugar y al lado, un pequeño poema alusivo a la impresión dejada en el
pintor.
-
Pero, ¿cómo? ¿También es poeta? – le
preguntó a Pedro que se había levantado al entrar ella y la acompañaba en su
recorrido.
-
Un arte llama a otro arte – le respondió
él, sonriendo.
Aquella noche, mientras
su esposo dormía y la enfermera dormitaba en su sillón, disimuladamente Carmen
recordando algunos cuadros compuso unos versos.
“Playa
lejana, adonde yo quisiera
marchar,
y perderme entre las dunas,
volver
a revivir la primavera;
y
en su rocío contemplar cien lunas.”
Bueno, no es que
pensara que podía competir con ninguno de los de su amigo, pero aún así lo
guardó y hasta se atrevió a enseñárselo al día siguiente. Él la miró, sonriendo
apreciativamente, y ella recordó para sí unos versos de Bécquer que decían:
“Hoy
la tierra y los cielos me sonríen,
hoy
llega al fondo de mi alma el sol,
hoy
la he visto…, la he visto y me ha mirado…,
¡Hoy
creo en Dios!”
Y sonrió para sí.
Porque el último amor
se nutre, como el primero, de miradas, de sueños, de fantasía; y aunque los
sentimientos sean igual de profundos porque el amor se siente en el corazón y
en el alma, los sufrimientos se integran mejor si la vida que se ha vivido ha
sido plena, con profundidad.
Así Carmen agradecida a
la vida que le brindaba esta última ilusión, siguió yendo a la exposición por
las tardes, escribiendo versos por las noches, y empleaba las mañanas en ver
pintar a su amigo.
Dos días faltó el
pintor a su cita, y el tercero, estando Carmen sentada esperándolo, se le
acercó un chico que le preguntó:
-
¿Usted es Carmen, la amiga de mi abuelo?
-
Sí – respondió ella – de Pedro, el
pintor.
-
Mi abuelo me manda, quiere verla, es
aquí cerca.
Y Carmen fue con el
chico, andando con rapidez, porque adivinaba que su querido amigo, su amor de
invierno, deseaba despedirse y ser mirado por ella una última vez.
03/08/12