Era un día lluvioso y
frío. El cielo
asemejaba un corazón
cerrado;
Bruselas replegábase en
sí misma,
recogida en su manto.
Mañana austera y gris;
yo comenzaba
un matinal paseo
solitario;
y encontré, de
improviso, en una acera,
metido en sus harapos
y encogido en su vida,
un indigente,
cuya cabeza gris
hablaba de años,
de tiempos, sinsabores,
experiencias,
guerras perdidas, pasos
cada vez más penosos.
Y al
tenderme
sin hablar, una mano,
compasiva, en ella puse
un euro,
y el viejo al
contemplarlo,
alzó sus ojos, que
clavó en los míos:
Y eran sus ojos limpios
como lagos;
con la mirada cándida
de un niño,
con el color de un
cielo de verano.
Sin palabras, aquel
mendigo belga
alzó, lento, la mano;
y dio en su corazón dos
golpes leves,
con el puño cerrado;
mientras yo lo miraba,
conmovida,
entendiendo, o así
quise pensarlo,
que me dijo:” De
corazón recibo,
y el corazón comparto”.
Y al punto, suavemente,
hice mío su gesto
solidario;
y al toque, el corazón
en mí sentía
bullir de bendiciones
un océano.
Aunque era gris el día,
y frío, y triste,
el sol me acompañó,
tibio y dorado:
era un tiempo lluvioso
el de aquel día:
Excepto en un trocito
de acera
con harapos.
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En Bruselas,
Octubre de 2.008
(Escrito en Las Palmas, Octubre de
2.009)