jueves, 25 de diciembre de 2014

Su último relato: Cuatro amores





Primavera, 1959

María tenía apenas diecisiete años cuando aquel chico llegó con su familia a vivir al barrio, en la periferia de una gran ciudad. En un barrio nuevo que linda con el campo y empieza a extenderse avanzando lentamente sus tentáculos de cemento, cualquier presencia nueva es notada. Esto ya no sucedería años después, cuando las líneas del metro se añadieran a los autobuses, y durante el día no parasen de entrar y salir gente por sus bocas, abiertas como las fauces de un animal que bosteza.

María, pues, se fijó en el muchacho, cuando bajó con su familia del camión en el que habían llevado sus enseres y sus vidas, como tantos habitantes de un sitio, que se mueven pensando que en otro lugar les irá mejor.

A finales de 1.959 las chicas, en el entorno de María eran “señoritas”, aunque vivieran en un barrio modesto. Ni ella ni sus amigas hubieran soñado entonces dirigirse a un desconocido, de la edad que fuera. Así que María se limitó a mirarlo desde su ventana y esperar que él también se fijara en ella algún día, pues era un chico atractivo.

Cuando, más adelante, el hermano de la muchacha hizo amistad con el nuevo vecino y éste comenzó a aparecer por su casa, María estaba ya irremisiblemente enamorada de él, incluso antes de haber cambiado una sola palabra entre los dos.

El primer amor se nutre, principalmente de miradas, de sueños, de fantasía; eso no impide la profundidad de sentimientos, que hacen sufrir intensamente si el amor primero no llega a buen puerto, y se recuerda toda la vida.

María tuvo la suerte, o así lo creyó, de que el muchacho se fijara en ella, y al abrigo de la amistad con su hermano y de la buena vecindad de los padres de ambos, pudieron trabar un tímido principio de relación: salían a pasear los tres y al poco, el hermano de la joven pretextaba un quehacer y les dejaba solos, hasta que se hizo una costumbre que los mayores no veían con malos ojos.

Así, María y su enamorado hablaban y se conocían; el chico tenía mucha labia y ella estaba tan embobada con él, que no apreció las primeras señales del hastío del chico que tenía una personalidad alegre y frívola, incapaz de perseverar en cualquier cosa que empezase, fuera un estudio, un trabajo o una relación. María le amaba tanto que pasó por alto, en su inexperiencia, esos pequeños avisos; y aunque su hermano le advirtió un día con pena de que el chico se estaba viendo también con una muchacha del centro de la ciudad, allí donde la vida transcurre más deprisa y la inocencia se pierde antes, ella no quiso creerlo.

Hasta que “su chico” desapareció un día de la casa de sus padres, y fue la propia madre del muchacho que vino una tarde a contarle a María que su hijo se había casado con la otra, que estaba embarazada.

María fue incapaz de responder una sola palabra; durante meses se negó a salir de su habitación. Y todas las tardes antes de que sus padres la enviaran a reponerse al pueblo de los abuelos, se sentaba en su ventana y miraba, descorriendo apenas las cortinas, esperando que todo hubiera sido un mal sueño, y que él con su mirada y su sonrisa volviera a esta calle que se había quedado vacía, y le hiciera una seña, pidiéndole salir a pasear, para volver a decirle al oído palabras de amor.

Verano, 1.968

Inés tenía veinticinco años, vivía con su madre, trabajaba en una tienda de regalos por las tardes y en sus ratos libres tocaba la guitarra y limpiaba la casa.

Como era una buena guitarrista, a su madre le vinieron algunas vecinas a pedir si Inés les enseñaría a sus hijos, y si era así, les comprarían el instrumento de segunda mano, seguramente.

Inés al principio se resistió un poco, sólo tenía las mañanas semi-libres y quería disponer de ellas; pero al poco, consideró la propuesta y aceptó como alumnos a tres adolescentes: Antoine, que venía de Francia, María Ángeles y Francisco, madrileños como ella.

Les empezó a enseñar, primero a familiarizarse con el instrumento, a afinarlo, a seguir las cuerdas y, en fin, a echar los callos de guitarrista en los dedos.

Las clases eran los sábados por la mañana, cuando la casa estaba tranquila, pues la madre de Inés era peluquera y esos días no volvía antes de las dos.

Inés tenía una vecina que llevaba poco tiempo en el barrio y sólo la conocía de la tienda de alimentación, la única que había en aquel tiempo allí.

Un día, mientras esperaban que las despacharan, la otra chica se presentó:
-          Hola, me llamo Ana, soy de Andalucía, tengo treinta años y trabajo en una emisora de radio. He oído decir que das clases de guitarra. Yo tengo una, pero no sé tocarla y me gustaría aprender, ¿me enseñas?
Inés asintió y le dijo el precio, que era bastante simbólico: cuatro clases al mes, 100 pesetas.
Y Ana se agregó y se aplicó tanto que pasó a los otros alumnos. A veces, cuando los chicos se iban, terminada la hora, Ana pedía a Inés si podía estar un cuarto de hora más para repasar una escala o unos acordes. Más adelante, como ella también trabajaba por la tarde propuso a la joven profesora si le daría una clase extra a la semana, intensiva, a ella sola.

Era una buena alumna, pagaba sin que Inés tuviera que recordárselo, era simpática y gran amiga, así que Inés no se negó.

Por la mañana Inés tenía la casa para ella sola, y el miércoles comenzó a ser un día especial para las dos; apenas llegaba Ana, las guitarras hablaban, pues ellas sólo lo hacían para una pregunta o una indicación. Meses después, ya eran íntimas amigas, e Inés notaba que un afecto especial crecía entre ellas.

Mirando a su amiga, Inés percibía un sentimiento, mezcla de alegría y desasosiego, como un misterio que estuviera a punto de revelarse, y a veces, a solas, pensaba en ello y tenía miedo; apenas sabía de relaciones, pues hasta la fecha sólo había salido con un par de chicos y ninguno de esos “noviazgos” había durado mucho.

Ahora notaba que su corazón entraba en aguas profundas y desconocidas, en algo que podría superarla y tambalear su vida; pero ya no podía hacer nada.

Ana se fue unos días a ver a sus padres y, al volver, llamó a casa de Inés. Venía sin la guitarra y traía un paquetito en la mano; las dos amigas se abrazaron cariñosamente.
-          Te he traído algo especial y deseo que lo conserves siempre. He señalado un poema.
Al abrirlo Inés, apareció un librito: “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”. Señalado el primer poema: “Cuerpo de mujer” (Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,… y el párrafo final: Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia // Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso // Oscuros cauces donde la sed eterna sigue // y la fatiga sigue y el dolor infinito.”

Inés miró a su amiga Ana, con un destello de comprensión y temor. Ana le devolvió la mirada con un amor inmenso. La tomo de la mano.
-          No tengas miedo.
Y, acercándose la una a la otra, cerraron los ojos a la vez.

Para contemplar con la mirada del corazón ese firmamento que se les revelaba cuajado de estrellas.

Otoño, 1.988

Mariana había cumplido ya cuarenta y seis años y tenía a sus espaldas un matrimonio rutinario y aburrido, del cual no salía porque no hubiera sabido cómo.

Pasaba sus días entre lecturas, visitas, conferencias… en fin, cualquier cosa que pudiera darle una pequeña motivación para vivir, para no seguir considerando la vida un peso sin remedio. No había tenido hijos, por tanto esperaba cumplir los pequeños sueños que había alimentado desde su adolescencia y que ella pensaba que la vida le debía.

A veces, cuando pensaba en su marido, sentía que no tenía nada que reprocharle, como no fuera su vida de común aburrimiento, sin pensar que esto podría ser debido también a la incapacidad de ella para aceptarlo como era. Pero más fácil que este examen de conciencia, era huir de sí misma y tacharlo a él de rutinario e insensible.

Como en realidad no tenían grandes problemas, iba dejando pasar los años y, lectora independiente que era, realizaba un par de visitas semanales a la biblioteca pública para llevarse aquellos libros que, siendo de calidad, tenían también su fondo de folletín: “Madame Bovary”, “Ana Karenina”, “Jane Eyre”…

Cada vez que iba a la biblioteca la atendía una empleada muy agradable; pero en una ocasión estaba en su puesto un caballero, y a su pregunta la informó de que la empleada se había roto una pierna y el la sustituiría unos días, aunque su puesto estaba en la oficina de dentro.

Era un hombre con muy buena planta y una gran amabilidad, y solía comentar los libros que sacaba en préstamo Mariana; a veces, le recomendaba alguno que, invariablemente, era del gusto de ella.

Cuando volvió la empleada a su puesto, Mariana sintió como si la hubieran estafado. Pero cual no fue su sorpresa cuando, al acercarse al mostrador para retirar su libros, vio que el caballero se acercaba también: echó una ojeada a lo que ella se llevaba, asintió sonriente dando su aprobación y, dirigiéndose a la empleada le dijo: “Lucy, voy a tomarme un café y enseguida vuelvo”; y acomodó su paso al de Mariana que ya salía. Al traspasar la puerta la mantuvo abierta para que pasara ella, y luego le dijo: “¿Le apetece un café o un té?”.

Este fue el principio de muchos, y de muchas pequeñas charlas a media voz. Ella solía ir los lunes y los jueves a la biblioteca; tomó nota de la hora: las seis de la tarde. Y desde ese primer día, aunque el saliera por otra puerta, ya sabían que se encontrarían, y tendrían media hora de charla.

Mariana, que hacía mucho tiempo se sentía vieja y sin ganas de nada, empezó a arreglarse otra vez para salir, poco a poco, para no despertar las sospechas de su esposo.

A ella no le extrañaba su ilusión: la que la conmovía era la de aquel caballero educado, atractivo y, a todas luces, más joven que ella.

Él le confesó un día que su charla era interesante; ella le miró sonriendo, sin decir nada.

Ella esperaba… ¿qué esperaba? Una señal de que su amistad cambiaría. Y así fue, pero no como Mariana creía.

Una tarde, el tomó su mano, se la besó y la miró con intensidad.
-          Querida amiga, tenemos que despedirnos. Me han propuesto un traslado al norte de la Península, de donde es mi mujer, y no he tenido forma de rechazarlo. Esté usted segura de que la echaré de menos.
Mariana no podía creer lo que oía. ¡Ella había visto amor en sus ojos, no una vez, sino muchas!
Y ella también lo sentía en su corazón, sabía que él lo había advertido y había respondido con una mirada cálida, con un toque de manos íntimo…
-          Yo le recordaré siempre cuando vaya a la biblioteca – dijo ella, conteniéndose.

Y ese día llegó de noche a su casa, porque necesitó toda la tarde para llorar su pena sin testigos.

Invierno, 2.011

Lo vio una mañana de sol, mientras paseaba por la playa de Las Canteras, en Las Palmas de Gran Canaria: un hombre mayor pero de buena facha, con ropa informal y un gorro de pescador, incluso con un par de anzuelos clavados en él, preparaba una caja de pinturas, de las que se abren en un pequeño caballete; había elegido un rinconcito discreto por la parte de La Puntilla y se sentó en una sillita plegable disponiéndose a pintar la parte de playa que contenía el Auditorio y, a lo lejos, la montaña de Guía-Gáldar, y en días muy claros asomaba incluso el Teide.

Carmen tenía 68 años y muy pocas ocasiones de disfrutar y relajarse. Su esposo, de casi ochenta, llevaba enfermo en cama más de tres años hecho un semi-vegetal. Una serie de infartos cerebrales que le fueron dando antes de que se recuperase del todo del anterior habían terminado por centrar su vida en una habitación del piso bajo, con cama articulada, butaca especial, silla de ruedas y un olor a hospital en toda la casa que parecía ya pegado a las paredes y a los muebles.

La familia estaba acomodada y podían permitirse enfermeras a turnos, pues Carmen ya no tenía muchas fuerzas.

Los hijos se turnaban también para visitarles por las tardes, y ellos fueron los que insistieron en que su madre tomara el sol por las mañanas y paseara por la avenida de la playa.

De manera que Carmen estuvo un rato observando al pintor que sería poco más joven que su marido, y cuando él se detuvo y la miró, ella enhebró una disculpa y se dispuso a marcharse.
-          No me molesta, señora. – dijo él sonriendo; y ella volvió a acercarse y se sentó en un banco cercano.
Lo estuvo observando en silencio y sentía que se relajaba y, mirando los colores, recordó que en su juventud ella había pintado: cuadritos sencillos que regalaba a sus familiares y amigos; y asimismo, guardaba unos poemitas (versitos, decía ella) y, aunque no los juzgaba nada especial, era feliz con estas pequeñas aficiones.

Ahora, mirando el nacimiento de esta obrita alegre y sugestiva, se dio cuenta de que llevaba mucho rato sonriendo.

Al cabo de casi dos horas, el hombre paró y empezó a limpiar sus pínceles y a recoger, y ella se levantó.
-          Vengo siempre aquí por las mañanas, si nada lo impide. Y dentro de unos días inauguraré una pequeña exposición, donde estaré por las tardes. Tenga, por si quiere asistir. Durará un mes. – y le dio una tarjeta.

Carmen se despidió y se encaminó a su casa. Y el resto del día se le hizo más ligero.

Carmen fue muchas mañanas a verlo pintar, siempre con la curiosidad de ver qué pedazo de playa plasmaría. Pero el hombre, que dijo llamarse Pedro, cada día llevaba consigo, en su mente, un paisaje que no tenía nada que ver con lo que se veía; era como si estuviera sacando de su memoria viejos paisajes, viejos recuerdos; desenterrando su pasado, pensó Carmen al ver estampas antiguas salir de sus pinceles.
-          Estoy pintando mi infancia.- dijo él como si adivinara sus pensamientos.
Cuando llegó el día de la inauguración, Carmen no se atrevió a ir; y cuando él, a la mañana siguiente le hizo notar que la echó de menos, el corazón de la mujer se conmovió; hacía mucho tiempo que nadie le decía que deseaba su compañía.
-          Estar tarde iré.- le dijo a su amigo.
Y efectivamente, aquella tarde, con su tarjeta dentro del bolso, se encaminó a la exposición, que se celebraba en una sala del barrio de Guanarteme.

Y lo que vio la dejó maravillada: paisajes de todas las islas, de muchos pueblos y ciudades de la península, de Portugal, de París, de India, de África. Cada uno detallaba en un rótulo el lugar y al lado, un pequeño poema alusivo a la impresión dejada en el pintor.
-          Pero, ¿cómo? ¿También es poeta? – le preguntó a Pedro que se había levantado al entrar ella y la acompañaba en su recorrido.
-          Un arte llama a otro arte – le respondió él, sonriendo.
Aquella noche, mientras su esposo dormía y la enfermera dormitaba en su sillón, disimuladamente Carmen recordando algunos cuadros compuso unos versos.
“Playa lejana, adonde yo quisiera
marchar, y perderme entre las dunas,
volver a revivir la primavera;
y en su rocío contemplar cien lunas.”
Bueno, no es que pensara que podía competir con ninguno de los de su amigo, pero aún así lo guardó y hasta se atrevió a enseñárselo al día siguiente. Él la miró, sonriendo apreciativamente, y ella recordó para sí unos versos de Bécquer que decían:
“Hoy la tierra y los cielos me sonríen,
hoy llega al fondo de mi alma el sol,
hoy la he visto…, la he visto y me ha mirado…,
¡Hoy creo en Dios!”
Y sonrió para sí.

Porque el último amor se nutre, como el primero, de miradas, de sueños, de fantasía; y aunque los sentimientos sean igual de profundos porque el amor se siente en el corazón y en el alma, los sufrimientos se integran mejor si la vida que se ha vivido ha sido plena, con profundidad.

Así Carmen agradecida a la vida que le brindaba esta última ilusión, siguió yendo a la exposición por las tardes, escribiendo versos por las noches, y empleaba las mañanas en ver pintar a su amigo.

Dos días faltó el pintor a su cita, y el tercero, estando Carmen sentada esperándolo, se le acercó un chico que le preguntó:
-          ¿Usted es Carmen, la amiga de mi abuelo?
-          Sí – respondió ella – de Pedro, el pintor.
-          Mi abuelo me manda, quiere verla, es aquí cerca.
Y Carmen fue con el chico, andando con rapidez, porque adivinaba que su querido amigo, su amor de invierno, deseaba despedirse y ser mirado por ella una última vez.



03/08/12